Carta del Prelado (abril 2011)
La beatificación de Juan Pablo II y algunas escenas evangélicas que propone la Iglesia son una invitación -señala el Prelado- para vivir con intensidad la Cuaresma y acoger la celebración de la Pascua.
2011/04/04
Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
Amemos siempre, también en la Cuaresma, la inmensa riqueza que la Iglesia nos ofrece con la Palabra de Dios, pues nos impulsa a renovar las energías del alma para proseguir con ritmo el camino de la Pascua. «Meditándola e interiorizándola para vivirla diariamente —ha escrito el Papa—, aprendemos una forma preciosa e insustituible de oración, porque la escucha atenta de Dios, que sigue hablando a nuestro corazón, alimenta el camino de fe que iniciamos en el día del Bautismo»[1].
En este caminar nos guía Nuestro Señor Jesucristo. Más aún, Él mismo nos dice: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida[2]. San Agustín, comentando este pasaje del Evangelio de San Juan, escribe: «No se te dice: "Esfuérzate en hallar el camino, para que puedas llegar a la verdad y a la vida"; no, ciertamente. ¡Levántate, perezoso! El camino en persona vino a ti, te despertó del sueño, si es que has llegado a despertarte. Levántate, pues, y camina»[3].
La segunda parte de la Cuaresma nos presenta un buen momento para repasar los propósitos que nos habíamos formulado al comenzar estas semanas y para reavivar los deseos sinceros de llegar bien preparados a la Semana Santa y a la Pascua. Quizá cabe servirse, como hilo conductor, de los textos del Evangelio que leeremos los próximos domingos en la Misa, como Benedicto XVI señala en su Mensaje de este año. También puede resultar útil detenernos con intensidad en otros aniversarios y acontecimientos de estos días, como el sexto aniversario del fallecimiento de Juan Pablo II, mañana 2 de abril, y su beatificación, el próximo 1 de mayo.
El aniversario del tránsito de Juan Pablo II trae a nuestra memoria el ejemplo de fidelidad a Dios que el Santo Padre ofreció a la Iglesia y al mundo. La profunda impresión que causó su muerte santa en el mundo entero, así como la extraordinaria afluencia de personas de todas las edades, especialmente jóvenes, que en aquellos días se trasladaron a Roma para acompañar sus sagrados restos mortales, constituyeron una señal clara de que la fe palpita en muchísima gente, aunque a veces se halle oculta bajo una capa de acostumbramiento, de rutina, e incluso de pecado. Pero basta el soplo del Espíritu Santo —como sucedió en aquellas inolvidables jornadas de abril de 2005—, para que muchas almas experimenten una profunda conversión y se acerquen de nuevo a Dios.
Esa misma reacción sobrenatural volvió a repetirse, poco después, con motivo de la elección del Papa Benedicto XVI, el día 19 de abril. Entonces fuimos testigos emocionados, convencidos y agradecidos de lo que el Santo Padre afirmó con fuerza en la Misa de comienzo de su ministerio petrino: «¡La Iglesia está «viva»! Efectivamente, no es posible que fenezca —aunque en ocasiones parezca que se tambalea— porque está asistida por el Paráclito y su Cabeza es Jesucristo, resucitado y glorioso, Rey de la entera creación.
Esta certeza, que proviene de la fe, se alza perennemente como roca inconmovible de nuestra esperanza y de nuestro optimismo sobrenatural. «Nuestro Padre Dios —ese Padre amoroso, que nos cuida como a la niña de sus ojos (Dt 32, 10), según recoge la Escritura con expresión gráfica para que lo entendamos— no cesa de santificar, por el Espíritu Santo, a la Iglesia fundada por su Hijo amadísimo»[4]. Son palabras de San Josemaría que nos colman de consuelo y de seguridad en medio de los obstáculos que, en tantos órdenes de la existencia, se interponen en el peregrinar del Pueblo de Dios. «Tened confianza», proseguía: «La Santa Iglesia es incorruptible (...). Considerad además que, si las claudicaciones superasen numéricamente las valentías, quedaría aún esa realidad mística —clara, innegable, aunque no la percibamos con los sentidos— que es el Cuerpo de Cristo, el mismo Señor Nuestro, la acción del Espíritu Santo, la presencia amorosa del Padre»[5].
Pienso que la próxima beatificación de Juan Pablo II constituye una señal más de la santidad del Cuerpo místico de Cristo, de la fuerza renovadora del Paráclito, de la misericordia de Dios Padre: en definitiva, del amor de la Trinidad Santísima, que nunca abandona a la Iglesia. Y estoy convencido —así se lo pido a Dios— de que la elevación a los altares de este santo Pontífice nuevamente provocará en el mundo y en la Iglesia una oleada de fe y de amor, de gratitud a Nuestro Señor, de adhesión llena de confianza a la Iglesia, nuestra Madre. Me removió siempre que Juan Pablo II, al hablar de la fidelidad, utilizando modos parecidos a los que se encuentran en la predicación de San Josemaría, afirmara que requisito indispensable de esa lealtad es "la continuidad" a lo largo de los años.
Mientras tanto, como os he sugerido al comenzar estas líneas, preparémonos para la Pascua, considerando en nuestra oración personal los textos evangélicos que la liturgia nos presenta en estas semanas. Por eso, miremos con valentía si hemos acompañado y acompañamos de cerca a Jesucristo, si le escuchamos y nos aplicamos lo que nos dice, si deseamos no dejarle nunca solo.
El próximo domingo, IV de Cuaresma, leeremos la escena de la curación del ciego de nacimiento, en la que Jesucristo se manifiesta como Luz del mundo. Poniendo en sus ojos un poco de lodo, hecho con polvo de la tierra y su saliva divina, le dijo: anda, lávate en la piscina de Siloé, que significa: "Enviado". Entonces fue, se lavó y volvió con vista[6]. Luego, el evangelista narra el diálogo entre Jesús y aquel hombre. Todos y cada uno hemos de considerar como dirigida personalmente a nosotros esta interrogación del Señor al ciego: ¿crees tú en el Hijo del hombre?[7]. ¿Crees de verdad, de verdad —no sólo con la inteligencia, sino con el corazón y la voluntad, con todo tu ser— que Jesucristo es tu Salvador, que es el Hijo de Dios encarnado, muerto y resucitado por ti, por mí? Esta confesión de fe —que renovaremos solemnemente en la Vigilia Pascual— compromete mucho, afecta a toda nuestra existencia, sin dejar ningún resquicio a proyectos egoístas, a encerramientos en el propio yo. Luchemos para saber prescindir con prontitud y alegría de aquellos planes que, aunque estén muy bien pensados, no encuentran cabida en el Plan —así, con mayúscula— que Dios nos señala a cada uno. Busquemos con empeño los modos de ayudar a que otras personas abran los ojos a la luz de Dios; y supliquemos al Señor, con humildad, la gracia de la fe para nosotros mismos y para los demás.
En el siguiente domingo, V de Cuaresma, escucharemos el pasaje de la resurrección de Lázaro. Jesús realiza un milagro impresionante y manifiesta de modo elocuente su divinidad, porque ¿quién puede devolver la vida a un difunto de varios días, sino sólo Dios? El Maestro nos interpela como a Marta, la hermana de Lázaro: Yo soy la Resurrección y la Vida; el que cree en mí, aunque hubiera muerto, vivirá, y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre. ¿Crees esto?[8]. Aquella mujer, a pesar de las pruebas evidentes y sensibles —que le resultan costosas— de la muerte del hermano, no duda en confesar su fe en el Dios de la vida y de la muerte: sí, Señor, le contestó. Yo creo que Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que has venido a este mundo[9]. Y se obró el milagro. Milagros que también se repetirán en nuestra vida y en la de tantas otras personas a las que deseamos acompañar hasta Jesús, si no nos falta la fe, como aseguraba San Josemaría: «Nunca te desesperes. Muerto y corrompido estaba Lázaro: "iam fœtet, quatriduanus est enim" —hiede, porque hace cuatro días que está enterrado, dice Marta a Jesús.
»Si oyes la inspiración de Dios y la sigues —"Lazare, veni foras!" —¡Lázaro, sal afuera!—, volverás a la Vida»[10].
Nuestro Fundador, con la perspicacia que Dios le concedió para penetrar en el sentido espiritual de la Sagrada Escritura, invitó con frecuencia a profundizar en esta escena; y, predicando a un pequeño grupo de personas, en 1964, nos decía: «Al pensar en la alegría de aquella familia, de aquellos testigos del milagro; al pensar en la alegría del mismo Jesús, con su Corazón rebosante de gozo por la felicidad de los otros —de modo análogo a como supo llorar al ver las lágrimas de Marta y de María—, me ha venido a la cabeza esa jaculatoria que con tanta frecuencia repetimos: omnia in bonum! (cfr. Rm 8, 28), todo lo que sucede es para bien. También el sufrimiento, mientras no procuremos mantenerlo tontamente, o no nos lo inventemos con complicaciones de nuestra imaginación. Ocurra lo que ocurra en nuestra vida, si nos abandonamos en las manos del Señor, sacaremos paz y fuerza, porque la gracia divina nos convierte en instrumentos eficaces»[11].
El Domingo de Ramos, al final de la Cuaresma, inaugura la Semana Santa: es como el pórtico que nos introduce en esos días decisivos para la historia de la salvación. El Jueves Santo, por la mañana, el Obispo concelebra la Santa Misa rodeado de sus sacerdotes y con la asistencia de una buena porción del Pueblo de Dios. En el curso de esa Misa, se bendicen los Santos Óleos que servirán para consagrar altares, para ungir a los catecúmenos —que, al recibir el Bautismo, serán como altares dedicados al servicio de Dios— y para administrar el sacramento de la Unción de los enfermos. También se consagra el crisma, materia del sacramento de la Confirmación, que otorga la mayoría de edad en Cristo a los bautizados. En el curso de esa ceremonia, los presbíteros renuevan las promesas sacerdotales que pronunciaron el día de su ordenación. Todos los miembros del Pueblo sacerdotal, ministros y fieles laicos, se dan cita ideal en esa celebración litúrgica. ¡Qué buen momento, para intensificar nuestra plegaria a Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote, para que haya muchos sacerdotes santos y para que también los cristianos seglares —hombres y mujeres— aspiren seriamente a la santidad, cada uno en el propio estado!
Por la tarde, durante la Misa in Cena Domini, conmemoraremos especialmente la institución de la Eucaristía y del sacerdocio ministerial. El hoy de la renovación sacramental del Misterio pascual, el hoy de la Cruz —que el Señor anticipó en la Última Cena—, se hace presente en cada celebración eucarística y, con un relieve particular, el Jueves Santo. Asombrémonos ante la actualidad perenne del Sacrificio del Calvario, de modo especial en la Misa in Cena Domini. Este día, antes de realizar la Consagración, el Canon Romano pone en boca del sacerdote unas palabras propias de esta solemnidad: el cual, hoy, la víspera de padecer por nuestra salvación y la de todos los hombres, tomó el pan en sus santas y venerables manos...[12].
Roguemos a la Trinidad Santísima que no nos pase nunca inadvertido este exceso de amor por parte de Jesucristo. No sólo ha entregado una vez su vida en la Cruz, sino que ha querido instituir la Sagrada Eucaristía y el sacerdocio para que, siempre y en todo lugar, hasta el momento de su venida gloriosa al fin de los tiempos, podamos entrar en contacto vivo y verdadero con su Sacrificio redentor. Pongámonos «en adoración delante de este Misterio: Misterio grande, Misterio de misericordia. ¿Qué más podía hacer Jesús por nosotros? Verdaderamente —escribía en su última encíclica Juan Pablo II—, en la Eucaristía nos muestra un amor que llega "hasta el extremo" (Jn 13, 1), un amor que no conoce medida»[13].
La Misa vespertina del Jueves Santo nos introduce en la memoria de la pasión y muerte de Nuestro Señor, al día siguiente. «Existe una conexión inseparable entre la Última Cena y la muerte de Jesús. En la primera, Jesús entrega su Cuerpo y su Sangre, o sea, su existencia terrena, se entrega a sí mismo, anticipando su muerte y transformándola en acto de amor»[14]. Al adorar ese día la Santa Cruz, digamos a nuestro Redentor un ¡gracias! sincero, que, acompañado del deseo de serle muy fieles, nos impulse a seguir caminando con perseverancia y alegría por la senda de la santidad.
Llegamos así a la víspera de la Resurrección. En espera del triunfo definitivo del Señor, el Sábado Santo se presenta como una jornada de silencio y recogimiento. Los altares están desnudos, no hay ninguna ceremonia litúrgica; notamos incluso la ausencia del Santísimo Sacramento, que se reserva en un lugar apartado por si fuera necesario administrar la Comunión a modo de viático. Este año coincide con el 23 de abril, aniversario de la Primera Comunión y de la Confirmación de San Josemaría.
Estas circunstancias —no poder celebrar el Sacrificio eucarístico— me traen a la memoria que el día de las bodas de oro sacerdotales de nuestro Fundador, la divina Providencia dispuso que no pudiera celebrar la Santa Misa, pues era Viernes Santo. Sin embargo, como siempre, toda su jornada fue una Misa —quizá con más intensidad de lo habitual— por su unión estrechísima al Sacrificio de la Cruz. Os invito a acudir a su intercesión para que, en esos días del Triduo Santo, permanezcamos especialmente unidos al Holocausto de Nuestro Señor, tratando de asociarnos con mucha intensidad a su entrega por nosotros.
Por fin, en la Vigilia Pascual, «al renovar las promesas bautismales, reafirmamos que Cristo es el Señor de nuestra vida, la vida que Dios nos comunicó cuando renacimos "del agua y del Espíritu Santo", y confirmamos de nuevo nuestro firme compromiso de corresponder a la acción de la gracia para ser sus discípulos»[15].
Y vuelvo a lo de siempre: rezad por mis intenciones. En estas últimas semanas, como ya os comuniqué, un lugar de primera importancia lo ocupan las consecuencias del terremoto en el Japón y los conflictos bélicos en diversas partes del mundo, especialmente en Costa de Marfil y en Libia. Acudamos a Nuestra Señora, Reina de la paz, invocándola con fe en las letanías del Rosario. Y continuemos muy unidos al Santo Padre, de modo especial el 19 de abril, aniversario de su elección a la Cátedra de Pedro. Pedid también por mí, que el día 20 comienzo un nuevo año de mi servicio pastoral a la Iglesia como Prelado del Opus Dei.
Con todo cariño, os bendice
vuestro Padre
+ Javier
Roma, 1 de abril de 2011
Tomado del opus dei el 17 de abril de 2011
-- Desde Mi iPad
No hay comentarios:
Publicar un comentario