domingo, 13 de febrero de 2011

Perdonar de corazón es uno de los grandes retos de los hombres

El valor del perdón .- Amar a quién nos ama es algo común con los paganos. Todos los hombres lo hacen, más o menos. Pero el seguidor de Cristo debe vivir un amor superior. Debe amar también cuando le ofenden y le persiguen. Debe perdonar

A Pedro le inquieta esta perspectiva, y pregunta por los límites de ese perdón: "Entonces, acercándose Pedro, le preguntó: Señor, ¿cuántas veces he de perdonar a mi hermano, cuando peque contra mí? ¿Hasta siete? Jesús le respondió: No te digo que hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete(Mt). Es decir, siempre. Será necesario un cambio interior grande para realizar este perdón. Primero para entenderlo. Luego, para aplicarlo en circunstancias donde es natural que surja el odio y la venganza. Después, hay que pedir fuerza para vivirlo por encima de sentimientos contrarios.


Y Jesús pone el ejemplo del siervo cruel como explicación de lo que ya había dicho en el Padrenuestro. "Por eso el Reino de los Cielos viene a ser semejante a un rey que quiso arreglar cuentas con sus siervos. Puesto a hacer cuentas, le presentaron uno que le debía diez mil talentos. Como no podía pagar, el señor mandó que fuese vendido él con su mujer y sus hijos y todo lo que tenía, y así pagase. Entonces el servidor, echándose a sus pies, le suplicaba: Ten paciencia conmigo y te pagaré todo. El señor, compadecido de aquel siervo, lo mandó soltar y le perdonó la deuda. Al salir aquel siervo, encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios y, agarrándole, lo ahogaba y le decía: Págame lo que me debes. Su compañero, echándose a sus pies, le suplicaba: Ten paciencia conmigo y te pagaré. Pero no quiso, sino que fue y lo hizo meter en la cárcel, hasta que pagase la deuda. Al ver sus compañeros lo ocurrido, se disgustaron mucho y fueron a contar a su señor lo que había pasado. Entonces su señor lo mandó llamar y le dijo: Siervo malvado, yo te he perdonado toda la deuda porque me lo has suplicado. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo la he tenido de ti? Y su señor, irritado, lo entregó a los verdugos, hasta que pagase toda la deuda. Del mismo modo hará con vosotros mi Padre Celestial, si cada uno no perdona de corazón a su hermano"(Mt ).

Perdonar de corazón es uno de los grandes retos de los hombres. Perdonar como somos perdonados. Sólo el que se da cuenta de lo que es el pecado como ofensa a Dios, un auténtico misterio de iniquidad, puede percibir la grandeza de un Dios que perdona y aprender ese difícil y divino modo de amar.

“Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”, rezamos cada día, quizá muchas veces. El Señor espera esta generosidad que nos asemeja al mismo Dios. Porque si vosotros perdonáis a otro sus faltas, también os perdonará vuestro Padre celestial. Esta disposición forma parte de una norma frecuentemente afirmada por el Señor a lo largo del Evangelio: Absolved y seréis absueltos. Dad y se os dará... La medida que uséis con otros, ésa se usará con vosotros.

Dios nos ha perdonado mucho, y no debemos guardar rencor a nadie. Hemos de aprender a disculpar con más generosidad, a perdonar con más prontitud. Perdón sincero, profundo, de corazón. A veces nos sentimos heridos sin una razón objetiva; sólo por susceptibilidad o por amor propio lastimado por pequeñeces que carecen de verdadera entidad. Y si alguna vez se tratara de una ofensa real y de importancia, ¿no hemos ofendido nosotros mucho más a Dios? Él «no acepta el sacrificio de quienes fomentan la división: los despide del altar para que vayan primero a reconciliarse con sus hermanos: Dios quiere ser aplacado con oraciones de paz. La mayor obligación para Dios es nuestra paz, nuestra concordia, la unidad de todo el pueblo fiel en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo».

Con frecuencia debemos hacer examen para ver cómo son nuestras reacciones ante las molestias que en alguna ocasión la convivencia puede llevar consigo. Seguir a Cristo en la vida corriente es encontrar, también en este punto, el camino de la paz y de la serenidad. Debemos estar vigilantes para evitar la más pequeña falta de caridad externa o interna. Las pequeñeces diarias ?normales en toda convivencia? no pueden ser motivo para que disminuya la alegría en el trato con quienes nos rodean.

Si alguna vez tenemos que perdonar alguna ofensa real, entendamos que ésa es una ocasión muy particular de imitar a Jesús, que pide perdón para los que le crucifican; nos hará saborear el amor de Dios, que no busca su propia ventaja; se enriquece el propio corazón, que se hace más grande, con mayor capacidad de amar. No debemos olvidar entonces que «nada nos asemeja tanto a Dios como estar siempre dispuestos al perdón». La generosidad con los demás conseguirá que la misericordia divina perdone tantas flaquezas nuestras.

Por Pbro. Dr. Enrique Cases y Pbro. Dr. Francisco Fernández Carvajal

Fuente:
http://enlacecatolico.com/index.php?option=com_content&view=article&id=1048:el-valor-del-perdon-&catid=54:articulos

miércoles, 9 de febrero de 2011

lunes, 7 de febrero de 2011

Nuestra Fe en Vivo - Pepe Alonso con Cristián Conen - 01-31-2011

Cara a Cara - Dilema - Alejandro Bermúdez - 02-03-2011

Carta de Pepe Alonso para el mes de Febrero

Miami, febrero del 2011


Querida familia en Cristo Jesús:

"El que oculta sus delitos no prosperará, el que los confiesa y cambia, obtendrá compasión." Proverbios 28, 13

He querido principiar estas breves líneas con la Palabra de Dios, ya que en estos días nos conviene hacer un breve examen de conciencia, para no caer en el patrón del autor de un pasquín titulado DILEMA, que mejor debería titularse "Gran Tratado de la Autojustificación". ¿lo conocen?

Me contaron de un hombre que tenía un grave problema de miopía y que se consideraba un experto en evaluación de arte. Un día visitó un museo con algunos amigos. Se le olvidaron las gafas en su casa y no podía ver los cuadros con claridad, pero eso no lo detuvo a la hora de vociferar sus fuertes críticas. Tan pronto entraron a la galería, comenzó a criticar las diferentes pinturas. Al detenerse ante lo que pensaba era un retrato de cuerpo entero, empezó a criticarlo. Con aire de superioridad dijo: "El marco es completamente inadecuado para el cuadro. El hombre está vestido en una forma muy ordinaria y andrajosa. En realidad, el artista cometió un error imperdonable al seleccionar un sujeto tan vulgar y sucio para su retrato. Es una falta de respeto".

El hombre siguió su parloteo sin parar hasta que su esposa logró llegar hasta él entre la multitud y lo apartó discretamente para decirle en voz baja: "Querido, ¡¡¡estás mirando un espejo!!!".
 Muchas veces nuestras propias faltas, las cuales tardamos en reconocer y admitir, parecen muy grandes cuando las vemos en los demás. Debemos mirarnos en el espejo más a menudo, observar bien para detectarlas, y tener el valor moral de corregirlas; es más fácil negarlas que reconocerlas. Por eso, es necesario dejar a un lado el orgullo, pues sólo con humildad podremos ver nuestros defectos y corregirlos.

Tratemos, pues, de un pecado muy común, aun entre "famosos súper cristianos", y en el cual, los cristianos común y corrientes también pudiésemos incurrir:

La AUTOJUSTIFICACIÓN

Los que se justifican a sí mismos proclaman que todo lo que dicen y hacen es correcto. Hay algo que no soportan oír, que otros pongan en tela de juicio su conducta. Por esa razón se rebelan y defienden, agregando que los demás no los comprenden y les juzgan erradamente. Inmediatamente vuelven la espalda para acusar a otros e impedir que estos les digan la verdad respecto a sí mismos. Los que se auto justifican quieren llevar una armadura para que ninguna crítica pueda penetrarles. No creen necesario luchar contra sus errores, pues se consideran perfectos. Por tanto, nunca penetrarán en los aspectos equivocados de su actitud. Por el contrario, todos los otros errores se nutren, crecen y florecen. Ese es el terrible resultado de una vida de justicia propia. El hombre permanece esclavo de sus pecados y separado de Jesús, no importa cuán piadoso aparente ser pues vive en mentira y permanece aferrado a ella. Sin embargo, sólo si escuchamos y aceptamos la verdad, ésta nos hará libres. "Y conocerán la verdad y la verdad les hará libres" Juan 8, 32.

La autojustificación es sin duda un pecado muy grave: esta a la raíz de todos los demás, y tales pecados no serán quebrantados mientras no luchemos contra esta raíz pecaminosa. Este es el pecado del hombre irritado, que siempre quiere tomar represalias ante cualquier posible ataque a su ego; del amargado, que no puede admitir que lo que le amarga tanto es lo que él necesita para purificación de su propia naturaleza pecaminosa; la del "perfecto" que considera que él esta bien mientras el resto del mundo está mal.

Los que se justifican a sí mismos, que no quieren oír la verdad acerca de sus errores y que a menudo mienten cuando tratan de defenderse, viven en una falsedad y, por tanto, pertenecen a Satanás que es mentiroso desde el principio. ¿Pero quién es el que acepta que su autojustificación lo ha hecho esclavo de Satanás y miembro de su reino? Como se llama cristiano, está convencido de que es discípulo de Jesús y miembro de su Reino. Pero Jesús pronuncia las siguientes palabras, muy duras, contra los que se justifican a sí mismos: "Ustedes son los que se las dan de justos delante de los hombres, pero Dios conoce sus corazones; porque lo que es estimable para los hombres, es abominable ante Dios." Lucas 16, 15 ¡Cuán terribles son estas palabras que pronuncia Jesús a los que se justifican a sí mismos! Dios los detesta. ¿Por qué? Porque los que se justifican a sí mismos son orgullosos y no admiten que algo esté mal es sus palabras o acciones. Hacer eso les humillaría. Sólo los humildes lo pueden hacer. Los orgullosos y los que se justifican a sí mismos y pretenden no tener mancha, reciben el calificativo de "hipócritas", que les da Jesús, así como se los dio a los fariseos por el hecho de que vivían en autoengaño. Tenemos que arrepentirnos de nuestra autojustificación, no importa cuál sea el precio.

Debemos hacer todo esfuerzo posible para liberarnos de esta esclavitud. El primer paso (que los hipócritas también tienen que dar, puesto que la hipocresía y la justicia propia generalmente están juntas) es pedir la iluminación de Dios. Porque los que se justifican a sí mismos tienen que oír las palabras de Jesús: "Si fueran ciegos no tendrían pecado; pero, como dicen: 'Vemos', su pecado permanece" Juan 9, 41. Los que se justifican a si mismos son ciegos respecto a sí mismos, pues no quieren ver sus propios pecados.

Porque Jesús vino a dar vista a los ciegos, como está escrito en San Lucas 4,18. Él dio la vista a los que padecían ceguera física, ¡cuánto más mostrará su poder dando vista a nuestras almas para que vean nuestros pecados! Su amor quiere hacer esto. Él es la Luz y la Verdad, y quiere enviarnos su Espíritu de Verdad. Nos redimió para que seamos hijos de luz y reconozcamos la verdad con respecto a nosotros, la cual nos hará libres (Jn.8,32). Ciertamente esto lo descubrimos si sinceramente imploramos que se nos dé luz.

El orgullo ciego marcha del brazo con la autojustificación y estos pecados usualmente se purificarán por medio de las correcciones de Dios, experimentadas en el sufrimiento. Por éstas, llegamos a comprender nuestra condición real. Entonces aceptaremos que somos realmente pecadores y cuán apartados nos encontramos de la gloria de Dios (Ap.3:18-19). La corrección, si la aceptamos, hace humildes a los orgullosos. Si ésta nos muestra la verdad con respecto a nosotros mismos y nos ayuda a arrepentirnos, entonces verdaderamente es una gran ayuda.

Cuando seamos humillados de este modo, seremos sanados de nuestra orgullosa justicia propia. Habremos recuperado la vista. Todo pensamiento de justicia propia pierde su poder tan pronto es puesto bajo la sangre de Jesús.

En tiempos de quietud y oración, Dios nos mostrará "nuestra viga".

Si no comprendemos alguna acusación o reproche todavía nos queda un camino: pedirle a Dios que nos muestre la verdadera perspectiva por medio de su Espíritu. Entonces comprenderemos claramente que nosotros fuimos los causantes de la situación.


Hagamos la siguiente oración:

Permíteme abrir mi corazón y escuchar cuando otros dicen la verdad acerca de mí.

Quiero aceptar esta ayuda práctica para llegar a ser libre de la justicia propia y ciega.

Es muy difícil para mí oír a otros cuando hablan acerca de mis debilidades y errores.

Pero quiero aceptarlo como tu oferta especial de amor para mí, pues tu voz de advertencia me llega a través de tales personas. Quiero agradecerte por toda persona que me llama la atención por mis errores. Cuando esto no suceda, quiero rogar a los que me rodean que me digan todo. Y aunque las admoniciones y acusaciones no sean ciento por ciento verdaderas, quiero aprovechar la oportunidad para quebrantar mí justicia propia. Quiero luchar contra estos pecados, si es necesario, hasta derramar sangre.



El Señor nos dejo un sacramento utilísimo, el sacramento de la Confesión. Si, después de todo lo anteriormente expuesto nos hemos encontrado en esta penosa situación recordemos que:

"Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia" 1 Jn.1,9. Termino recordándoles que esta Misión EWTN depende de la Providencia de Dios para seguir llevando "El Esplendor de la Verdad" hasta los confines de la tierra. Tu eres la providencia de Dios, con tu apoyo económico haces posible que otros encuentren El Camino, La Verdad y la Vida.

El Señor te bendecirá en abundancia por todo lo que hagas por nosotros,

Pepe Alonso

http://www.ewtn.com/Nuestrafeenvivo/Letters/Carta.htm

Carta del Prelado - Febrero 2011

Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!


Con gran alegría, como innumerables hijos de la Iglesia y tantas otras personas del mundo entero, hemos recibido la noticia de la próxima beatificación del Siervo de Dios Juan Pablo II, el próximo día 1 de mayo. Esa fecha, memoria litúrgica de San José Artesano, coincide este año con el Domingo II de Pascua, dedicado a la Misericordia divina, de la que aquel inolvidable Pontífice era tan devoto.

Me venía al pensamiento que el mejor modo de dar gracias a la Trinidad, por este nuevo don a la Iglesia y a la humanidad, se resume en reemprender con nuevo impulso, llenos de gozo, el camino de la santificación en las circunstancias ordinarias de la vida, que hemos aprendido de San Josemaría y que Juan Pablo II, en la Carta apostólica dedicada al nuevo milenio, indicó como el principal desafío dirigido a todos los cristianos sin excepción. «Este ideal de perfección —advertía— no ha de ser malentendido, como si implicase una especie de vida extraordinaria, practicable sólo por algunos "genios" de la santidad. Los caminos de la santidad son múltiples y adecuados a la vocación de cada uno (...). Es el momento de proponer de nuevo a todos con convicción este "alto grado" de la vida cristiana ordinaria. La vida entera de la comunidad eclesial y de las familias cristianas debe ir en esta dirección»[1]. Y lo mismo manifestó en la Bula de canonización de nuestro Padre, definiéndole como «el santo de la vida ordinaria»[2].

De esta urgente necesidad se hace eco la liturgia de los próximos domingos del Tiempo ordinario, en los que leemos el capítulo 5 del Evangelio de San Mateo. Hace dos días, se proclamaba el pasaje de las bienaventuranzas, con el que da comienzo el Sermón de la Montaña; y en los domingos siguientes escucharemos las consecuencias de esa llamada a la santidad, que el Señor expone mostrando a todos cómo su doctrina conduce a plenitud la Ley que Dios había entregado a Moisés en el monte Sinaí. Al final del capítulo, sintetiza así sus enseñanzas: sed, pues, vosotros perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto[3].

Sin Jesucristo, no podríamos aspirar a esa meta: sine me nihil potestis facere[4], puntualiza en el Evangelio de San Juan. Y cada uno ha de colaborar libremente, abrirse a la gracia del Espíritu Santo que nos llega especialmente por medio de los sacramentos, a través de signos sensibles que la bondad y sabiduría del Señor ha establecido para acercarse a sus criaturas. Dios no es un Dios lejano, demasiado distante y demasiado grande como para ocuparse de nuestras bagatelas, decía Benedicto XVI; y proseguía: puesto que es grande, puede interesarse también de las cosas pequeñas. Y como es grande, el alma del hombre, el hombre mismo, creado por el amor eterno, no es algo pequeño, sino que es grande y digno de su amor[5]. Luego, refiriéndose a las reacciones de temor ante la santidad divina, que se leen en el Antiguo Testamento, el Papa añadía que, desde que el Mesías vino a la tierra, la santidad de Dios no es sólo un poder incandescente, ante el cual debemos alejarnos aterrorizados; es poder de amor y, por esto, es poder purificador, que todo lo sana[6].

La fiesta de la Purificación de Nuestra Señora, que celebramos mañana día 2 de febrero junto a la Presentación de Jesús en el Templo, nos habla precisamente de la necesidad de purificarnos de nuestros pecados, paso primero e imprescindible para caminar por la senda de la santidad. Se considera esta escena evangélica en el cuarto misterio gozoso del Rosario, que San Josemaría nos enseñó a contemplar invitándonos a entrar en ese episodio de la vida de María. Recordémoslo: tras haber mencionado el relato de San Lucas, nuestro Padre escribe: esta vez serás tú, amigo mío, quien lleve la jaula de las tórtolas. —¿Te fijas? Ella —¡la Inmaculada!— se somete a la Ley como si estuviera inmunda.

¿Aprenderás con este ejemplo, niño tonto, a cumplir, a pesar de todos los sacrificios personales, la Santa Ley de Dios?

¡Purificarse! ¡Tú y yo sí que necesitamos purificación! —Expiar, y, por encima de la expiación, el Amor. —Un amor que sea cauterio, que abrase la roña de nuestra alma, y fuego, que encienda con llamas divinas la miseria de nuestro corazón[7].

Han transcurrido más de veinte siglos desde la encarnación redentora del Hijo de Dios y, por desgracia, el pecado sigue presente en el mundo. Aunque Cristo lo ha vencido mediante su muerte en la cruz y su resurrección gloriosa, la aplicación de esos méritos infinitos depende también de nuestra colaboración: creados a imagen y semejanza de Dios, cada una y cada uno ha de esforzarse por hacer propios los merecimientos del Salvador, colaborando con Él en la aplicación de la redención. Especialmente espera ese servicio de quienes deseamos seguirle de cerca en su Iglesia Santa, medio e instrumento de salvación para la humanidad entera. ¿Te empeñas en apartar lo que de Dios te aparta? ¿Cultivas diariamente el afán de alcanzar una mayor intimidad con el Señor?

La experiencia del pecado no nos debe, pues, hacer dudar de nuestra misión. Ciertamente nuestros pecados pueden hacer difícil reconocer a Cristo. Por tanto, hemos de enfrentarnos con nuestras propias miserias personales, buscar la purificación. Pero sabiendo que Dios no nos ha prometido la victoria absoluta sobre el mal durante esta vida, sino que nos pide lucha. Sufficit tibi gratia mea (2 Cor 12, 9), te basta mi gracia, respondió Dios a Pablo, que solicitaba ser liberado del aguijón que le humillaba.

El poder de Dios se manifiesta en nuestra flaqueza, y nos impulsa a luchar, a combatir contra nuestros defectos, aun sabiendo que no obtendremos jamás del todo la victoria durante el caminar terreno. La vida cristiana es un constante comenzar y recomenzar, un renovarse cada día[8].

Lucharemos eficazmente contra el pecado y sus consecuencias, en nuestra vida personal, acudiendo verdaderamente contritos a la confesión sacramental, con la oportuna frecuencia, y sabiendo además que este sacramento de la misericordia divina ha sido instituido por Nuestro Señor, no sólo para perdonar los pecados graves, sino también para fortalecer nuestras almas a la hora de la pelea contra los enemigos de nuestra santificación. De esa manera, no ya a pesar de nuestra miseria, sino en cierto modo a través de nuestra miseria, de nuestra vida de hombres hechos de carne y de barro, se manifiesta Cristo: en el esfuerzo por ser mejores, por realizar un amor que aspira a ser puro, por dominar el egoísmo, por entregarnos plenamente a los demás, haciendo de nuestra existencia un constante servicio[9].

Hace años, al comienzo de su pontificado, Benedicto XVI ponía en guardia contra una tentación frecuente en el día de hoy: la de pensar equivocadamente que la libertad de decir no [a Dios], el bajar a las tinieblas del pecado y querer actuar por sí mismos forma parte del verdadero hecho de ser hombres; que sólo entonces se puede disfrutar a fondo de toda la amplitud y la profundidad del hecho de ser hombres, de ser verdaderamente nosotros mismos; que debemos poner a prueba esta libertad, incluso contra Dios, para llegar a ser realmente nosotros mismos. En una palabra —decía el Papa—, pensamos que en el fondo el mal es bueno, que lo necesitamos, al menos un poco, para experimentar la plenitud del ser[10].

El engaño de este razonamiento —que a veces puede asomarse también al pensamiento de las personas que desean cumplir la Voluntad de Dios— se pone de manifiesto con sólo mirar al mundo que nos rodea. Por eso señalaba el Santo Padre: podemos ver que no es así, es decir, que el mal envenena siempre, no eleva al hombre, sino que lo envilece y lo humilla; no lo hace más grande, más puro y más rico, sino que lo daña y lo empequeñece[11].

En este contexto, cobra especial relieve la conmemoración litúrgica de la Virgen de Lourdes, que celebramos el día 11. En aquel rincón de los Pirineos, después de haberse aparecido Santa María muchas veces a una muchacha, indicándole que rezara e hiciera rezar por los pecadores, la Señora declaró su identidad: Yo soy la Inmaculada Concepción; es decir, la criatura que, por especial privilegio divino, para ser la digna Madre de Dios, fue preservada del pecado original y de toda mancha de pecado personal desde el primer momento de su concepción. Roguemos a tan gran Intercesora que nos mire con misericordia, que derrame sobre el mundo, tan necesitado de redención, las abundantes gracias que su Hijo nos ha merecido.

El empeño por vivir siempre en la gracia de Dios no aleja al cristiano de sus hermanos los hombres. Al contrario, le hace más sensible a las necesidades espirituales y materiales de los otros, le otorga un corazón bueno, capaz de compadecerse y gastarse por todos y cada uno. La cercanía de Dios lleva consigo, necesariamente, la cercanía a los demás, vecinos o lejanos. Lo vemos en María. El hecho de que está totalmente en Dios es la razón por la que está también tan cerca de los hombres. Por eso puede ser la Madre de todo consuelo y de toda ayuda, una Madre a la que todos, en cualquier necesidad, pueden osar dirigirse en su debilidad y en su pecado, porque Ella lo comprende todo y es para todos la fuerza abierta de la bondad creativa[12].

Estas consideraciones pueden servirnos para aprovechar más y mejor las gracias que —así lo esperamos— nos prodiga la Virgen también ahora, cuando concluye el año mariano. Llegará a su fin el día 14, aniversario de dos intervenciones del Señor en la historia de la Obra: en la primera, mostró a San Josemaría que el Opus Dei era también para las mujeres; y en la segunda, le manifestó el modo de incardinar a los primeros sacerdotes de la Obra. Preparémonos para que nuestra acción de gracias a Dios, por sus misericordias, brote de un corazón contrito y humillado[13], bien purificado por la recepción fructuosa del sacramento de la reconciliación. Acojamos el consejo de San Josemaría: pide a Jesús que te conceda un Amor como hoguera de purificación, donde tu pobre carne —tu pobre corazón— se consuma, limpiándose de todas las miserias terrenas... Y, vacío de ti mismo, se colme de Él. Pídele que te conceda una radical aversión a lo mundano: que sólo te sostenga el Amor[14].

Varios aniversarios se cumplen en este mes. En estas fechas, alcemos nuestras almas al Señor: ut in gratiarum semper actione maneamus!, en una acción de gracias permanente. Piensa que la Obra —hija mía, hijo mío— es tuya, de cada uno.

Se acerca la solemnidad de San José, de tanta raigambre en la Iglesia y en el Opus Dei. Siguiendo una devoción vieja y nueva, cuidemos los siete domingos que la piedad cristiana dedica a preparar esa fiesta. Recuerdo que nuestro Padre, al rellenar cada año su agenda de bolsillo, me pedía que le escribiera los dolores y gozos del Santo Patriarca, para meditarlos en cada uno de esos domingos. Era un modo de disponerse mejor para la fiesta de quien, con inmenso cariño y agradecimiento, llamaba mi Padre y Señor, a quien tanto quiero.

Me he escapado, con vosotras y vosotros, a Bruselas. Allí, de la mano de nuestro Padre, he visto cómo la Obra crece compacta, segura; y he pensado que tiene que ser así, con la correspondencia diaria de cada una y de cada uno, también porque nos llaman de muchísimos lugares: que no se pueda afirmar de ninguno que nos encogemos de hombros ante esta urgencia.

Acudamos a don Álvaro, que celebraba su santo el día 19 y desarrolló una acción apostólica cotidiana; su vida le empujó siempre a interesarse por todas almas, y con esa urgencia trataba a quienes hablaba.

Ayer me ha recibido en Audiencia el Santo Padre; he ido con todas y con todos, y le he manifestado que, como nos enseñó nuestro Padre, deseamos vivir el omnes cum Petro ad Iesum per Mariam! Me ha dicho que agradecía de corazón esa ayuda. Ha dado la bendición para todas y para todos. Ya que cuenta contigo, conmigo, gastemos nuestra vida secundando su Magisterio, unidos a su Persona y a sus intenciones. ¡Queramos mucho al Papa!

Antes de poner fin a estas líneas, vuelvo a suplicaros que tengáis muy presentes todas mis intenciones, encomendándolas de modo especial a la Virgen Inmaculada, Mater Pulchræ Dilectionis, Madre del Amor Hermoso.

Con todo cariño, os bendice

vuestro Padre
+ Javier

Roma, 1 de febrero de 2011.

http://www.opusdei.es/art.php?p=42457

domingo, 6 de febrero de 2011

Papa pide a los fieles ser sal de la tierra y luz del mundo

¿Por qué mantener la ley del celibato?

Alfonso Llano Escobar, S. J.

El celibato por parte del sacerdote católico romano (los sacerdotes ortodoxos y anglicanos se pueden casar) se suele asumir por dos razones: una muy noble, por imitar a Jesucristo célibe, y otra, no tan noble, por sujeción a la ley del celibato, aprobada por el papa Calixto II el año 1123. Lo cual significa que desde los apóstoles -varios de ellos, casados-, durante doce siglos, los sacerdotes católicos romanos podían casarse. Aunque siempre ha existido en la Iglesia un grupo grande de sacerdotes que, generosa y libremente, optan por el celibato por seguir el ejemplo de Jesús. Y seguirá habiéndolos.


Vengamos al celibato-ley. Todo aspirante al sacerdocio católico sabe a ciencia cierta que antes de ordenarse debe prometer guardar el celibato por obediencia a la ley. Es una ley dura, máxime hoy día cuando la 'ola' sexual está llegando hasta la boca de todo el mundo, sin excluir la de los sacerdotes. Estamos amasados con la misma masa. La presión de muchos sacerdotes y laicos en contra del celibato-ley viene de mucho atrás y hoy día se ha vuelto generalizada e intolerable, peor que la de El Cairo contra su Presidente, más terco que una pirámide de Egipto. Y lo curioso es que los papas, antes de serlo, se muestran favorables a la modificación de la ley o, al menos, a una revisión a fondo de ella, pero cuando se sientan en el solio pontificio se echan atrás y levantan un muro granítico, peor que el muro de la Alemania oriental, que, por cierto, al fin cayó, como caen todos los muros cuando no tienen razón de ser.

Lo cierto es que los papas no dan una razón convincente, lo cual es absurdo y exacerba a los opositores. Y lo absurdo y ciego, como el Muro de Berlín o el Presidente de Egipto, cae porque cae. La fuerza de la presión lo derriba, con gran jolgorio del pueblo y humillación de quienes lo levantaron.

Los papas recientes no dicen por qué mantienen la ley de celibato a pesar de las mil presiones en contra. Imaginemos unas cuantas posibles: por miedo, por prudencia o por fama de la Iglesia. El miedo -en el fondo es posible que un hombre se asuste ante tamaña responsabilidad-. (Y yo me pregunto: ¿por qué no consultan a la Iglesia?), pero el miedo, de existir, no es razón convincente ni digna de todo un papa. ¿La prudencia? No parece tal. ¿Qué prudencia es esta, que se opone terca y ciegamente a una petición sensata, justa y generalizada, que tiene fundamento en los apóstoles, en la tradición de 12 siglos y en el ejemplo de sacerdotes ortodoxos y anglicanos? Finalmente, ¿la fama de la Iglesia? No pasaría de ser un oculto y lamentable fariseísmo.

Entonces, ¿qué? Si no hay razón, queda la sinrazón como causa y esta no convence.

Aclaro, finalmente, que escribo esta columna no en defensa propia -yo ya estoy llegando a la meta y abracé el celibato por amor a Jesucristo-. Lo hago por la página, del miércoles 2 de febrero, dedicada al célebre cura anglicano Alberto Cutié, que pinta todo color de rosa, que tuvo muchos lectores y convenció a más de uno. Por lo demás, sospecho que una modificación de la ley del celibato no resuelve el problema, pero sí aligera la carga, y será puerta abierta para que entren muchos jóvenes que aspiran al sacerdocio pero los frena el celibato. Es grande la escasez de sacerdotes. Y ya dijo Jesús: "Pedid al Señor que envíe sacerdotes a su mies".

Fuente:
http://www.eltiempo.com/opinion/columnistas/alfonsollanoescobar/por-que-mantener-la-ley-del-celibato_8829786-4

jueves, 3 de febrero de 2011

¿Cómo podemos volvernos santos?

La santidad es un estado del alma que satisface el plan de Dios para su Salvación. No hay standars humanos para calificar la santidad de alguien. Pero nosotros hemos recibido guías para la santidad de Nuestro Señor mismo [Mateo 5:1-12].


El dió los Diez Mandamientos a Moisés en el Monte Sinaí, para que la gente pudiera santificarse por medio de la obediencia. Sin embargo todos nosotros hemos probado ser desobedientes y esto aprisiona nuestras almas de tal manera que solamente la Misericordia de Dios puede salvarnos [Romanos 11:32].

Jesucristo el Hijo de Dios vino al mundo para deshacer la maldición impuesta sobre toda la humanidad en el paraíso terrenal [Génesis 3:19]. El tomó sobre si mismo el castigo debido por nuestros pecados para hacer reparación y para salvarnos de la maldición eterna, para que nosotros pudieramos vivir para siempre [Galatas 3:13].


Nosotros somos salvados por la Gracia mediante la fe, no por ningunos trabajos que podamos hacer sino por el don de Dios que hace que nosotros nos sometamos a su Santa Voluntad [Efesios 2:8].

Ser santo es vivir de acuerdo al Plan de Dios. El primer mandamiento es el mas difícil de vivir puesto que el Señor pide que le amemos con todo nuestro corazón, con toda nuestra mente, con toda nuestra alma y con toda nuestra fortaleza [Deuteronomio 6:5-6].

Nadie ha cumplido los mandamientos excepto María la Madre de Jesús. Por supuesto que Jesús también los cumplió como hombre, a la vez honrando su dignidad como Hijo de Dios, la segunda persona de la Santísima Trinidad, la Palabra de Dios que se encarnó.

Por eso la justificación es encontrada solamente a través de la Fe en el Hijo de Dios, quien es nuestro Salvador y Señor [Romanos 5:1]. Jesús es el Camino, la Verdad y la Vida, ninguno puede llegar al Padre sino a través de El [Juan 14:6]. El es la Puerta del Cielo y también el Buen Pastor que cuida de sus ovejas [Juan 10:9-11].

Para ser santos, nosotros tenemos que volvernos como corderos, esto es, aceptar los mandamientos de nuestro Pastor [Mateo 10:16].

El vino a enseñarnos a ser santos a través de su Palabra y a darnos vida a través de su Sangre. El fundó su propia Iglesia sobre Pedro el Apóstol [Mateo 16:18] y le hizo Pastor cuando le pidió que alimentara sus ovejas [Juan 21:17].

Nosotros tenemos que ser fieles a Pedro, el Pastor después de Nuestro Señor, quien ha comisionado Pastores en todos los Pontífices de la Iglesia Católica, quienes a su vez tienen el poder de ungir hombres como Sacerdotes quienes por la autoridad de Nuestro Señor celebran la Santa Misa, la cual es una representación real del Sacrificio de Jesús en el Calvario que nos provée con el verdadero Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, la comida de nuestras almas en el Sacramento de la Sagrada Eucaristía. [1 Corintios 11:23-29]

Nosotros solo podemos volvernos santos cuando somos vestidos con las vestiduras blancas de la Salvación [Apocalipsis 3:5] , que se obtienen a través de la purificación por la Sangre del Cordero de Dios que quita el pecado del mundo [Juan 1:29].

Para poder recibir esta Preciosa Sangre de Jesús nosotros tenemos que ser purificados por el arrepentimiento y la contrición [Isaías 66:2], ademas tenemos que confesar nuestros pecados como lo ha ordenado el Señor (Juan 20:21-23):


Fuente:
http://enlacecatolico.com/index.php?option=com_content&view=article&id=804:icomo-podemos-volvernos-santos&catid=35:mundo

Mi Camino de Conversión


"El Demonio es protestante", fue la primera frase que pronuncié, tras mi conversión, a quienes me escucharon por más de doce años como su pastor. El escándalo fue mayúsculo. Algunos ya habían notado que mis vacaciones fueron demasiado precipitadas y quizá hasta exageradamente prolongadas. Fueron unas vacaciones raras incluso para mi familia, que me veía reticente a las prácticas habituales en casa, como la lectura y explicación de la Biblia. Ya habíamos tenido demasiadas rencillas a causa de mis nuevos pensamientos.


"Al principio fue el Verbo"

Recuerdo vívidamente los primeros movimientos de rabia que tuve al leer un artículo en una revista. Yo encontraba que la nota era demasiado radical en sus afirmaciones, demasiado rotunda para lo que yo estaba acostumbrado a leer.

No me dejaba muchos ‘flancos’ descuidados por donde atacar. O refutaba el centro del asunto o no tenia sentido desmenuzar tres o cuatro aspectos como se me había enseñado a realizar de forma automática e inconsciente. Generalmente los católicos tienen como que una cierta vergüenza por mostrar todas las cartas sobre la mesa, y como no muestran todo con claridad, es muy fácil prender fuego a sus tiendas de campaña, porque dejan demasiados lados flojos.

En lo personal nunca recurrí a lo que ahora entiendo como "leyendas negras", porque me parecía que era inconducente debatir basándome en miserias personales o grupales sin haber derribado la propia lógica de su existencia. Eso hice con algunas sectas o con temas como la evolución o algunos derechos humanos según se les entiende normalmente.

Reconozco que muchos de los que en ese momento eran mis hermanos caen en ese error, tratando de derribar moralmente al "adversario" diciéndole cosas aberrantes sobre su fe. Pero basta un buen argumento, y bien plantado, para que uno se vea obligado a retirarse a las trincheras de la Biblia y no querer salir de allí hasta que el temporal que iniciamos se calme al menos un poco. Pero no nos funciona a todos el mismo esquema. Muchos no se rigen tanto por la razón como por el placer de vencer en cualquier contienda.

El artículo en cuestión me obligaba a pensar sólo con ideas, porque de eso trataba. Mi manual con citas bíblicas para cada ocasión me servía poco. Cualquier cosa que dijera sería respondida con otra. No era ese el camino.

Creo haber estado meditando en el problema unas cinco o seis semanas. Hasta que resolví acudir a la parroquia católica que quedaba cerca de mi templo. El sacerdote del lugar se deshacía en atenciones cada vez que nos encontrábamos. La verdad es que él estuvo siempre mucho más ansioso de verme que yo de verle a él. En ocasiones nos veíamos forzados a encontrarnos en público por obligaciones propias del pueblo. Pero de ordinario no nos encontrábamos. Era lo que ahora se llama un "cura nuevo", con una permanente guitarra en las manos y muchas ganas de acercarse a mí.

Con complejo de superioridad

Primera confesión de mala fe

Yo aprovechaba –Dios me perdone– para sacarle afirmaciones que escandalizaban a mis feligreses. El pobre nunca entendió que el ecumenismo muchas veces sirve más para rebajar a los católicos que para acercar a los separados. Uno tiene la sensación de que si la Iglesia puede ceder en cosas tan graves y que por siglos nos separaron, entonces realmente no le importan tanto como a nosotros, que jamás cambiaríamos una sola jota de la doctrina.

Otra cosa que solía hacer –me avergüenzo al recordarla– era tirar a mis chicos a discutir con los de la parroquia. Los pobres parroquianos se veían en serios apuros en esas ocasiones.

En el fondo yo me aprovechaba de que los chicos católicos estaban muy mal formados. Como comentábamos a sus espaldas: sólo van a la parroquia a divertirse, para repartir cosas a los pobres y para hacer ‘dinámicas de vida’, pero de doctrina y de Escrituras no saben nada.

Nos gustaba vencerlos con las cosas más tontas posibles. A veces surgían temas más sabrosos, pero con los argumentos normales bastaba para al menos hacerles callar.

El viejo párroco le plantó cara con santa paz

Esa tarde no estaba el sacerdote de siempre. Había sido removido de la parroquia por una miseria humana comprensible en alguien tan "cálido" en su manera de ser. Cayó en las redes del demonio bajo la tentadora forma de una parroquiana, con la que ni siquiera se casó.

A cambio del párroco de siempre salió a atenderme, con una cara menos complacida, un sacerdote viejo y de mirada penetrante. Lo habían ‘castigado’ relegándolo dándole el cuidado de la parroquia de nuestro pequeño pueblecito. En los últimos treinta años la población había pasado de mayoritariamente católica a una mayoría evangélica o no practicante.

Yo generalmente acudía para refrescar mi memoria y cargarme de elementos que luego trabajaba como materia de mis prédicas, o para sondear la visión católica de alguna cosa.

El Padre M. no fue tan abierto. Me recibió con amabilidad, pero con distancia. Le planteé asuntos de interés común y me pidió tiempo para aclimatarse y enterarse del estado de la feligresía. Noté que habían sido arrancados varios de los afiches que nosotros les regalábamos cada cierto tiempo y que constituían verdaderos trofeos nuestros plantados en tierra enemiga.

En verdad quedé un poco desarmado, pero logramos charlar casi de todo. Casi... porque en doctrina comenzó él a morderme. Yo comencé a responder como de costumbre, citando con exactitud una cita bíblica tras otra, para probarle su error o mi postura.

En un aprieto que me puso, le dije: "Padre M... comencemos desde el principio" Y el varón de Dios, a quien supuse enojado conmigo, me dice: "De acuerdo: al principio era el Verbo y..."

Me largué a reír nerviosamente. Aparte de que me respondía con una frase utilizada en la Misa (al menos en la tradicional), ¡imitaba mi voz citando la Biblia!

"Pastor Boullón", me dijo luego, "No avanzaremos mucho discutiendo con la Biblia en mano. Ya sabe usted que el Demonio fue el primero en todo crimen... y por eso también fue el primer Evangélico".

Eso me cayó muy mal. ¡Me insultaba en la cara tratándome de demonio! Sin dejarme explicar lo que pensaba, se adelantó:

—Si... fue el primer evangélico. Recuerde que el Demonio intentó tentar a Cristo con ¡la Biblia en mano!

—Pero Cristo les respondió con la Biblia...

—Entonces usted me da la razón, Pastor... los dos argumentaron con la Biblia, sólo que Jesús la utilizó bien... y le tapó la boca.

Tomó su Biblia y me leyó lo que ya sabía: que cuando el Señor ayunaba el demonio le llevó a Jerusalén, y poniéndole en lo alto del templo le repitió el Salmo XC, II-12: "Porque escrito está que Dios mandó a sus ángeles que te guarden y lleven en sus manos para que no tropiece tu pie con alguna piedra"

Pero el Señor le respondió con Deuteronomio VI, 16: Pero también está escrito "No tentarás al Señor tu Dios". Y el demonio se alejó confundido.

Yo también me alejé, como el demonio, confundido. Me sentía rabioso por haber sido llamado demonio, y por lo que es peor: ¡ser tratado como el demonio en el desierto!

Creo que fue la plática más saludable de mi vida.

También los demonios creen y pero no se salvan

La táctica del demonio

Llegué a casa rabioso. Me sentía humillado y triste. No era posible que la misma Biblia pruebe dos cosas distintas. Eso es una blasfemia. Forzosamente uno debe tener la razón y el otro malinterpreta. Busqué ayuda en la biblioteca que venia enriqueciendo con el tiempo. Consulté a varios autores tan ‘evangélicos’ como yo, pero de otras congregaciones. No coincidíamos en las mismas cosas, pese a que todos utilizábamos la Biblia para apoyar lo que decíamos y demostrar que los otros se equivocaban.

Me armé de fuerzas y a la primera oportunidad, caí sobre el despacho parroquial del Padre M. Me recibió tan amable como la vez pasada, sólo que esta vez su distancia la hacía menos tajante a causa de su mirada divertida y curiosa de la razón que me llevaba otra vez a su lado.

Le largué un discurso de media hora sobre la salvación por la fe y no por las obras. Concluí –creo– brillantemente con la necesidad de abandonar a la Iglesia. Y cerré tomando la Biblia del cura y le leí Hechos XVI, 31: "¿Qué debo hacer para salvarme?, preguntó el carcelero. Cree en el Señor Jesús –respondió Pablo– y te salvarás tú y toda tu casa".

Bebí un sorbo del té que me había ofrecido y le miré desafiante, esperando su respuesta. Pasaron eternos minutos de silencio.

Cuando carraspeé, el sacerdote me dijo:

—"¿Continuará la lectura de San Pablo?"

—"Ya terminé, Padre M."

—"¿Cómo que ha terminado? ¡Continúe! Vaya a Corintios, XIII, 2.

—Leí en voz alta: "Aunque tanta fuera mi fe que llegare a trasladar montañas, si me falta la caridad nada soy"

—Entonces la fe...

—La fe... la fe... la fe es lo que salva.

—¡Vaya novedad! Me dice riendo. ¡No se bien quien creó la estrategia protestante de argumentar con la Biblia, pero creo que bien pudieron ser los demonios que ahora encontraron un buen medio para salvarse.

—¿Salvarse?

—Si.. salvarse, amigo mío. ¿Acaso no es el apóstol Santiago quien nos dice que hasta los mismos demonios creen en Dios? Y si sólo la fe salva...

—...

—No se quede en silencio, Pastor... siéntese aquí que se aliviará un poco. Si quiere seguir como el Demonio, tentándome con la Biblia, le recuerdo que ahí mismo se nos dice que esa fe no salvará a los demonios, porque "como un cuerpo sin espíritu está muerto, la fe sin obras está muerta" (c.II) Y aún así los católicos no decimos que sea sólo fe o sólo obras. Cuando al Señor se le pregunta sobre qué debemos hacer para salvarnos, Él dice "Si quieres salvarte, guarda los mandamientos" Ahí tiene usted la respuesta completa.

Me acompañó hasta la puerta y me dijo: Le dejo con dos recomendaciones. La primera es que se cuide de sus hermanos de congregación. Ya sospechan de usted por venir tan seguido. La segunda es que vuelva usted cuando me traiga alguna cita bíblica –sólo una me basta– en que se pruebe que solo debe enseñarse lo que está en la Biblia.

Caminé a casa más preocupado por los comentarios que por el desafío. Eso sería fácil.

La Biblia no es orgullosa

"Sólo la Biblia"

Mientras buscaba una cita que respondiera al sacerdote, caí en cuenta de que estaba parado en el meollo del asunto que por primera vez me llevó a esa parroquia con otros ojos. "Si es sólo la Biblia", me dije, "entonces el problema del artículo queda resuelto: se debe probar por la Biblia o no se prueba".

Ya imaginarán ustedes el resultado. Efectivamente no encontré nada. En años de ministerio, jamás me percaté de que lo central, esto es, que sólo debe creerse y enseñarse la doctrina contenida en la Biblia, no está en la Biblia. Encontré numerosos pasajes bíblicos que le conceden la misma autoridad que a las enseñanzas escritas en la Biblia a las doctrinas transmitidas por vía oral, por tradición.

Desde este punto en adelante muchos otros cuestionamientos fueron surgiendo de la charla con el Padre M. y de la lectura de revistas y de mucha literatura escrita con fines apologéticos.

Nadando guardando la ropa y sufriendo

El pago del mundo

Por un momento distraeré la atención de mis incursiones a la parroquia católica. Quizás sea porque un sacerdote es esencialmente distinto a un "Pastor" protestante, o quizás por la experiencia de distintos ordenes (confesión, dirección espiritual, etc.), el Padre M. acertó en su advertencia sobre las miradas que me dirigían mis feligreses a causa de esas visitas "no estrictamente ecuménicas".

Yo aún no me había percatado de esa desconfianza, pero observando con mayor atención notaba reticencias, censuras y reproches indirectos. Aún la guerra no se declaraba. Sólo desconfiaban.

Me decepcioné mucho, pero no me dejé vencer por la tentación. El demonio –pensaba– me estaba tentando con Roma y para eso endurecía los corazones.

Pasada una semana de angustias, me senté con mi esposa para charlar. Necesitaba desahogarme. Me encontraba en un punto tal que no quería volver a la parroquia católica pero tampoco me sentía en paz con eso.

Después de la cena, oramos con los chicos y se fueron a dormir. Me senté y abrí mi corazón a mi esposa. Ella había sido una amante confidente y mi compañera de penurias y alegrías. Me escuchó con atención.

Sus palabras fueron tan sencillas como su conclusión: debía alejarme inmediatamente del sacerdote católico y tratar de recuperar la confianza de mis feligreses. Eso era lo prioritario. Teníamos una obligación de fe y teníamos que mantener una familia. No se hablaría más. El caso estaba resuelto... para ella.

Traté de cumplir con todo. Ella siempre fue la sensatez y me refrenaba en las locuras. Dejar de ir a la parroquia fue más fácil para el cuerpo que para mi alma. Algo me atraía de ese ambiente, y por lo demás deseaba la compañía de ese sacerdote provocador y bonachón.

Más difícil fue ganarme la confianza de los feligreses. Me exigían como prenda evidente que atacase más que nunca a la Iglesia para demostrar públicamente que no les guardaba ninguna simpatía.

Esto me costó, pues tenía que predicar omitiendo aquellos puntos en los que difería ya de mi anterior pensamiento.

Con el tiempo, mi familia y mis feligreses me dieron vuelta sus espaldas y fue la gran cruz que tuve que soportar por amar a Cristo en Su Iglesia.

Entrada en la Iglesia y abandono de todos

Mi querido amigo se despide

No he querido exponer aquí todas las cosas que charlé con el buen Padre M. durante semanas y semanas. Yo le visitaba furtivamente y el me acogía con amable paternalidad. Yo daba vueltas en torno al tema e intentaba responder a las sabias preguntas con las que me desafiaba. ¡Cómo detestaba tener que darle la razón!

El tiempo me fue haciendo más perceptivo a sus sutilezas e ironías. De alguna forma misteriosa este sacerdote me tenía cautivado. Me acorralaba hasta la muerte, pero me daba siempre una salida honorable. Le gustaba desmoronar todos mis argumentos.

Su estilo era único: destrozaba mis argumentos, acusaciones y refutaciones primero desde la lógica, dándome dos posibilidades... o quedar como un tonto o verificar por mi mismo esa estupidez. Luego, y sólo luego, me invitaba a revisar el punto que yo trataba –si tenía sentido– desde el punto de vista de las Sagradas Escrituras. Supongo que uno de sus mayores puntos fuertes era su sólida cultura y su gran vida de piedad.

Recuerdo perfectamente una fría mañana cuando recibí un aviso telefónico de la parroquia. Me pedía que le visitara en un hospital de los alrededores. Sin meditar en las normas de cautela que tomaba para evitar que mis feligreses se irritaran aún más conmigo, abandoné todo y partí. Ahí me enteré del doloroso cáncer que padecía –jamás dio muestras de sufrir– y del poco tiempo que le quedaba. La cabeza me daba vueltas. Sentía dolor por la partida de quien ya consideraba un amigo.

Tomé una decisión: haría pública nuestra amistad y le visitaría a diario. Pocos días después le trasladaron, a petición suya, a su residencia.

Desde ese día le acompañé a diario. Dejé muchos compromisos de lado. La tensión comenzó a crecer hasta llegar a agresiones verbales abiertas y amenazas de quitarme el cargo y el sueldo. Mi familia estaba amenazada con la pobreza.

Fueron días de mucha angustia. Sabía que caminaba por los caminos correctos. Incluso pensaba en hacerme admitir en la Iglesia. Los temores y las dudas de antes de la internación del Padre M. se disiparon. No quería arrepentirme de mis errores ni recibir el perdón y el consuelo de nadie más. Pero la situación que me rodeaba era tan compleja que me paralizaba.

Recé muchísimo y acudí a pedir el consejo del Padre M. Él me recibió con mucha amabilidad y escuchó con atención mis problemas. Él ya los conocía. Me habló de la fortaleza de esos mártires que no tuvieron en cuenta ni la carne ni la sangre ni las riquezas, sólo amaron la verdad y dieron público testimonio de su adhesión a la fe. "Más vale entrar al Cielo siendo pobres que irse al infierno por comodidades", sentenció.

Como adelanté al principio, reuní a mis feligreses y les hice una declaración de mi conversión. "¡El Demonio es protestante!" les dije para abrir la charla. Luego fueron abucheos y no me dejaron terminar las explicaciones.

Mas tarde reuní a mi familia y les platiqué de cada punto, y respondí a todas las objeciones de fe y de la situación. Mi esposa no discutió mucho: me expulsó de casa. Esa noche dormí acogido por el Padre M. quien me tranquilizó respecto al altercado. Desde entonces y después de pasados años de mi conversión nunca más fui admitido en casa como padre y esposo. Hoy les visito con tanta frecuencia como me permiten, pero sus corazones siguen muy endurecidos. El Padre M. tuvo muchas palabras para mí, pero las que más me llegaron fue su confesión de ofrecimiento de su vida por la salvación de mi alma... y que con gusto veía el buen negocio ya cerrado. Dios escuche las plegarias de mi buen amigo en el Cielo por mi esposa y mis seis hijos para que a su tiempo y forma vivan la vida de gracia de la santa fe.

La importancia de no tener miedo a la exigencia de la Iglesia Católica

Roma... mi dulce hogar

Rogué al buen sacerdote me preparara para abjurar mis errores y ser admitido en la Iglesia. Dispuso de todo y una mañana de abril de 2001 fui recibido en el seno de la Esposa de Cristo. En junio de ese mismo año mi querido amigo entregó su alma al Señor, siendo muy llorado por todos cuantos le conocimos mejor. Le lloraron los enfermos y presos que visitaba, los niños y jóvenes de catequesis, los pobres y necesitados que consolaba, los fieles que acudían a él en busca de consejo y del perdón de Dios. En tributo a él escribo estas líneas. Mi querido sacerdote y Revista Cristiandad.org fueron mis dos grandes apoyos e impulsores tanto de mi conversión como de mi impulso apostólico al trabajar especialmente con los conversos y preparados para la conversión.

Tras su partida la parroquia fue administrada por un sacerdote más cercano al estilo del predecesor del Padre M. Yo sentí mucho esto porque con su prédica y actuar desmentía muchos de esos grandes principios eternos que había conocido y amado.

A veces me pregunto por la oportunidad de muchos cambios que se hacen más para contentar a los malos que para agradar a los buenos. Recuerdo que mi sacerdote amigo no era muy afecto a ceder ante nosotros, sino mas bien a mostrarnos todas las banderas, incluso las más radicales. Y éstas fueron, precisamente, las que más me indignaron pero a un mismo tiempo me atrajeron.

Pero persevero en el amor a la Iglesia de siempre, a esa doctrina de la que el Señor dijo que pasarían Cielo y Tierra pero que ni una sola jota sería cambiada.

Bien sé por experiencia propia y por la de tantos que han compartido conmigo sus testimonios de conversión, que esos coqueteos con el error no producen conversiones. Y las pocas que se producen son de un género muy distinto –por superficiales y emocionales– de las verdaderas conversiones, esas que producen santos. La realidad es la que constataba a diario como Pastor protestante, cuando la poca preparación de los católicos y la confusión que produce el falso ecumenismo llenaban las bancas de nuestras iglesias y los bolsillos de nuestras congregaciones evangélicas. La ignorancia religiosa de los fieles es la cosa más agradecida por las sectas, porque al ser muchas veces hija de la pereza espiritual se acompaña por la pereza intelectual. Basta entonces cualquier cosa que les emocione, que les haga sentir queridos, y luego viene el sermón acostumbrado para hacerles dudar primero y luego darles respuestas rotundas. Eso los desestabiliza y luego les atrae nuestra seguridad. ¡Y luego salimos a la calle a gritar contra los dogmas!

Ahora, junto con ustedes, puedo acudir a los pies de María Santísima y pedir que por amor a la Divina Sangre de Su Hijo Amado obtenga la conversión de los paganos, de los herejes y cismáticos y que haciendo triunfar a la Iglesia sobre sus enemigos instaure la Paz de Cristo en el Reino de Cristo.

Fuente:
http://enlacecatolico.com/index.php?option=com_content&view=article&id=801:articulo-mi-camino-de-conversion-por-luis-miguel-boullo&catid=35:mundo