Sí, aquí en esta casa rindió su alma al Señor. Los que vivíamos a su alrededor, le habíamos oído muchas cosas a propósito de la última llamada del Señor. Pero concretamente nos decía que, -no porque nos consideremos mejores: en el Opus Dei sabemos que tenemos la misma calidad o peor que las demás personas, y por lo tanto de todos tenemos que aprender-, pero nos decía que en el Opus Dei tenemos que tender a gastar la vida bien exprimidos, como un limón, dando hasta la última gota.
Nos comentaba que quería que el final de su vida fuese un intervalo muy corto, muy corto. Que desde que se advirtieran los síntomas de una posible llamada del Señor, que no diera la lata. Quería estar vestido, para que no tuviésemos que vestirle. Y estaba completamente preparado, también físicamente.
Bueno, pues el Señor le hizo caso.
Llevaba años, ya al final de su vida, muy gastado por una enfermedad terrible, una diabetes que provocó consecuencias muy fuertes. Porque a un paciente de la diabetes, le aflige la vista, y tiene consecuencias pulmonares y cardíacas. Y además estaba gastado porque se entregaba a todo lo que hacía. Y se notaba que la vida iba ya a su fin. Como él decía: "Se me hace de noche".
Aquél día, el 26 de junio de 1975, le ayudé a Misa. Y era maravilloso ver la piedad con que se acercaba a ese momento que era el momento álgido, cumbre, de su jornada. Celebró la misa de la Virgen, que aquel día se podía celebrar. Después salimos en coche hacia un centro interregional para las mujeres, y estuvo hablando con ellas: les habló del alma sacerdotal, de la posibilidad que tienen de unirse al sacrificio de Cristo y de saber que el altar no está lejos de ellas, está en sus vidas, porque cada uno podemos hacer de nuestra vida un altar con una ofrenda a Cristo.
En un momento dado, los que le acompañábamos observamos algo, algo que no era normal en él, un gesto como de asfixia. Entonces cortamos aquella reunión. Quitó importancia a su situación y emprendimos el camino de regreso a Roma, porque este Centro está como a unos 20 kilómetros de aquí.
Durante el viaje no habló, pero respiraba paz. Nos daba paz con su manera de aceptar la voluntad de Dios con lo que fuera. Llegamos a esta casa y, para no preocupar a la gente, bajó del coche con la soltura de siempre, aunque podía costarle esfuerzo bajarse del coche o subir las escaleras. Y cuando llegó al oratorio hizo una genuflexión piadosa, amando al Señor que se inmola y se queda ahí oculto por nosotros, y fuimos al despacho de trabajo.
Yo me quedé cerrando las puertas del ascensor y oí su voz que me llamaba: “¡Javi! ¡Javi!”. Porque esa es otra cosa bonita: en el Opus Dei nos llamamos con los nombres que nos han dado nuestros familiares, de esa manera no nos separamos de la familia de sangre. La queremos más que antes. En casa, mis padres y mis ocho hermanos me llamaban Javi.
Y San Josemaría me dijo: "No me encuentro bien". Y en ese momento, cayó desplomado y se nos marchó al Cielo. No tuvimos conciencia de que nos dejaba. Aunque sabíamos que no nos dejaría definitivamente, porque estábamos seguros de algo que nos había dicho: "Cuando me marche de este mundo, si me ayudáis a saltarme el purgatorio, desde el cielo os ayudaré más".
Y desde ese primer momento todos sentimos la pena, -porque no es lógico querer a una persona y no sentir la pena cuando nos deja-, y al mismo tiempo la alegría de que se estaba cumpliendo de que nos ayudaba más, más y más.
Como nos decía tantas veces, pidiéndonos que nos esforzásemos en lo que vivíamos con un “más, más y más”. Y que no nos conformásemos con lo que ya hacíamos. Por lo tanto, su marcha al cielo, su ‘dies natalis’, como se dice en la Iglesia, lo experimentamos inmediatamente después de que nos había dejado.
Hicimos todos los esfuerzos para ver si lo recuperábamos, porque evidentemente se trataba de un paro cardíaco, no se consiguió y eso no nos desanimó. Nos llevó a pensar que teníamos un intercesor en el Cielo, que si tanto nos había querido en la Tierra, con ese amor tan cerca del Señor, nos iba a seguir ayudando más de cerca que cuando estaba aquí entre nosotros.
- Sin embargo, don Javier, la muerte no es bien recibida, la muerte es una calamidad. Y hay mucha gente que se queda sin su hijo, sin su mujer, sin su hermano, sin el ser al que más quiere, de pronto, muy joven. Y ahí se producen unos desgarros terribles. ¿Qué se les dice? En esos momentos no sirve nada, don Javier.
- Si no ocurriera así no seríamos humanos. Solamente las bestias no lloran, decía san Josemaría. Los hombres y las mujeres, cuando notamos la ausencia de una persona a la que hemos querido con toda el alma, o que nos ha querido con toda el alma, lloramos y tenemos pena en el corazón.
¿Cómo se puede pensar que la Virgen, esa mujer excelsa, no sentiría el corazón roto al presenciar la muerte de su hijo? Y sin embargo sabía que esa era la voluntad de Dios para que nosotros fuésemos salvados. Y es lógico sufrir.
Pero sería una triste cosa que tuviéramos que vivir miles de años, viejecitos. En cambio, ¡saber que dejamos esta morada para ir a la morada eterna donde nos esperan el Padre, el Hijo, y el Espíritu Santo con los brazos abiertos, es un gozo muy grande!
Le diré el consejo que siempre daba san Josemaría cuando se nos marchaban al cielo nuestros padres o familiares. Nos decía: "Piensa una cosa, ahora debes vivir la presencia de Dios recurriendo a la intercesión de tu padre, o de tu madre, o de tu esposa o de tu esposo, porque están contemplando a Dios y te van a ayudar muy directamente". Y añadía: "Y no olvides que, si tú tienes la fe es porque ellos te la han facilitado, han puesto la vida tuya a un nivel de responder a Dios que tienes que mantener bien alto. Comprendo que hay dolor, pero al mismo tiempo tiene que haber la paz de que la vida no se termina en este mundo, se cambia. Y la vida verdadera se recupera en el Cielo".
http://www.opusdei.org.co/art.php?p=39501
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