domingo, 23 de mayo de 2010

Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Recibid el Espíritu Santo

Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en su casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: “Paz a vosotros.” Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: “Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envió yo.” Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados
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Celebramos hoy la solemnidad de Pentecostés, una antigua fiesta judía que celebraba la memoria de la Alianza entre Dios con su pueblo en el Monte Sinaí (Ex 19). Leíamos en los Hechos de los apóstoles que los discípulos estaban reunidos en oración en el Cenáculo, cuando sobre ellos descendió con potencia el Espíritu Santo, como viento y fuego. Así ahora podían anunciar en varios idiomas la buena noticia de la resurrección de Cristo (Hch 2,1-4). Fue aquello el “bautismo en el Espíritu Santo”, que ya había anunciado Juan el Bautista: “Yo te bautizo con agua - dijo a la multitud-, pero Él que viene después de mí es más poderoso que yo… Él les bautizará con el Espíritu Santo y fuego” (Mateo 3,11). En efecto, toda la misión de Jesús había estado finalizada para dar a los hombres el Espíritu de Dios y para bautizar en su “limpieza” de regeneración. Esto se ha realizado con su glorificación (Jn 7,39), a través de su muerte y resurrección: el Espíritu de Dios ha sido derramado de modo superabundante, como una cascada capaz de purificar todo corazón, apagar el incendio del mal y de ascender en el mundo el fuego del amor divino. Los Hechos de los apóstoles presentan a Pentecostés como el cumplimiento de esa promesa y, por tanto como culminación de toda la misión de Jesús. Él mismo, después de su resurrección, le ordenó a sus discípulos permanecer en Jerusalén, porque dijo- “vosotros sereís bautizados en el Espíritu Santo pasados no muchos días” (Hch 1,5), y agregó: “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria y hasta los confines de la tierra” (Hch 1,8). Pentecostés es, por tanto, de una manera especial, el bautismo de la Iglesia que lleva su misión universal comenzando por las calles de Jerusalén, con la prodigiosa predicación en las diversas lenguas de la humanidad. En este bautismo del Espíritu Santo, son inseparables la dimensión personal y la comunitaria. El “yo” del discípulo y el “nosotros” de la Iglesia. El Espíritu consagra a la persona y al mismo tiempo la hace miembro vivo del Cuerpo místico de Cristo, partícipe de la misión de ser testigos de su amor. Y esto se logra a través de los Sacramentos de la iniciación cristiana: el Bautismo y la Confirmación.
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