domingo, 20 de noviembre de 2011

Por que ignorar a Cristo Rey?

Termina el año litúrgico, y en el Santo Sacrificio del Altar renovamos al Padre el ofrecimiento de la Víctima, Cristo, Rey de santidad y de gracia, rey de justicia, de amor y de paz, como leeremos dentro de poco en el Prefacio (...regnum santitatis et gratiae, regnum iustitiae, amoris et pacis (Prefacio de la Misa).). Todos percibís en vuestras almas una alegría inmensa, al considerar la santa Humanidad de Nuestro Señor: un Rey con corazón de carne, como el nuestro; que es autor del universo y de cada una de las criaturas, y que no se impone dominando: mendiga un poco de amor, mostrándonos, en silencio, sus manos llagadas.

¿Por qué, entonces, tantos lo ignoran? ¿Por qué se oye aún esa protesta cruel: nolumus hunc regnare super nos (Lc XIX, 14.), no queremos que éste reine sobre nosotros? En la tierra hay millones de hombres que se encaran así con Jesucristo o, mejor dicho, con la sombra de Jesucristo, porque a Cristo no lo conocen, ni han visto la belleza de su rostro, ni saben la maravilla de su doctrina.

Ante ese triste espectáculo, me siento inclinado a desagraviar al Señor. Al escuchar ese clamor que no cesa y que, más que de voces, está hecho de obras poco nobles, experimento la necesidad de gritar alto: oportet illum regnare! (1 Cor XV, 25.), conviene que El reine. Oposición a Cristo

Muchos no soportan que Cristo reine; se oponen a El de mil formas: en los diseños generales del mundo y de la convivencia humana; en las costumbres, en la ciencia, en el arte. ¡Hasta en la misma vida de la Iglesia! Yo no hablo –escribe S. Agustín– de los malvados que blasfeman de Cristo. Son raros, en efecto, los que lo blasfeman con la lengua, pero son muchos los que lo blasfeman con la propia conducta (S. Agustín, In Ioannis Evangelium tractatus, 27, 11 (PL 35, 1621).).

A algunos les molesta incluso la expresión Cristo Rey: por una superficial cuestión de palabras, como si el reinado de Cristo pudiese confundirse con fórmulas políticas; o porque, la confesión de la realeza del Señor, les llevaría a admitir una ley. Y no toleran la ley, ni siquiera la del precepto entrañable de la caridad, porque no desean acercarse al amor de Dios: ambicionan sólo servir al propio egoísmo.

El Señor me ha empujado a repetir, desde hace mucho tiempo, un grito callado: serviam!, serviré. Que El nos aumente esos afanes de entrega, de fidelidad a su divina llamada –con naturalidad, sin aparato, sin ruido–, en medio de de la calle. Démosle gracias desde el fondo del corazón. Dirijámosle una oración de súbditos, ¡de hijos!, y la lengua y el paladar se nos llenarán de leche y de miel, nos sabrá a panal tratar del Reino de Dios, que es un Reino de libertad, de la libertad que El nos ganó (Cfr. Gal IV, 31.).

Cristo, Señor del mundo

Quisiera que considerásemos cómo ese Cristo, que –Niño amable– vimos nacer en Belén, es el Señor del mundo: pues por El fueron creados todos los seres en los cielos y en la tierra; El ha reconciliado con el Padre todas las cosas, restableciendo la paz entre el cielo y la tierra, por medio de la sangre que derramó en la cruz (Cfr. Col I, 11.). aquellos dos ángeles de blancas vestiduras, a los discípulos que estaban atónitos contemplando las nubes, después de la Ascensión del Señor: varones de Galilea ¿por qué estáis ahí mirando al cielo? Este Jesús, que separándose de vosotros ha subido al cielo, vendrá de la misma manera que le acabáis de ver subir (Act I, 11.).

Por El reinan los reyes (Prv VIII, 15.), con la diferencia de que los reyes, las autoridades humanas, pasan; y el reino de Cristo permanecerá por toda la eternidad (EX XV, 18.), su reino es un reino eterno y su dominación perdura de generación en generación (Dan III, 100.).

El reino de Cristo no es un modo de decir, ni una imagen retórica. Cristo vive, también como hombre, con aquel mismo cuerpo que asumió en la Encarnación, que resucitó después de la Cruz y subsiste glorificado en la Persona del Verbo juntamente con su alma humana, Cristo, Dios y Hombre verdadero, vive y reina y es el Señor del mundo. Sólo por El se mantiene en vida todo lo que vive.

¿Por qué, entonces, no se aparece ahora en toda su gloria? Porque su reino no es de este mundo (Ioh XVIII, 36.), aunque está en el mundo. Había replicado Jesús a Pilatos: Yo soy rey. Yo para esto nací: para dar testimonios de la verdad; todo aquel que pertenece a la verdad, escucha mi voz (Ioh XVIII, 37.). Los que esperaban del Mesías un poderío temporal visible, se equivocaban: que no consiste el reino de Dios en el comer ni en el beber, sino en la justicia, en la paz y en el gozo del Espíritu Santo (Rom XIV, 17.).

Verdad y justicia; paz y gozo en el Espíritu Santo. Ese es el reino de Cristo: la acción divina que salva a los hombres y que culminará cuando la historia acabe, y el Señor, que se sienta en lo más alto del paraíso, venga a juzgar definitivamente a los hombres.

Cuando Cristo inicia su predicación en la tierra, no ofrece un programa político, sino que dice: haced penitencia, porque está cerca el reino de los cielos (Mt III, 2; IV, 17.); encarga a sus discípulos que anuncien esa buena nueva (Cfr. Lc X, 9.), y enseña que se pida en la oración el advenimiento del reino (Cfr. Mt VI, 10.). Esto es el reino de Dios y su justicia, una vida santa: lo que hemos de buscar primero (Cfr. Mt VI, 33.), lo único verdaderamente necesario (Cfr. Lc X, 42.).

La salvación, que predica Nuestro Señor Jesucristo, es una invitación dirigida a todos; acontece lo que a cierto rey, que celebró las bodas de su hijo y envió a los criados a llamar a los convidados a las bodas (Mt XXII, 2.). Por eso, el Señor revela que el reino de los cielos está en medio de vosotros (Lc XVII, 21.).

Nadie se encuentra excluido de la salvación, si se allana libremente a las exigencias amorosas de Cristo: nacer de nuevo (Cfr. Ioh III, 5.), hacerse como niños, en la sencillez de espíritu (Cfr. Mc X, 14; Mt VII, 21; V, 3.); alejar el corazón de todo lo que aparte de Dios (En verdad os digo que difícilmente un rico entrará en el reino de los cielos (Mt XIX, 23).). Jesús quiere hechos, no sólo palabras (Cfr. Mt VII, 21.). Y esfuerzo denodado, porque sólo los que luchan serán merecedores de la herencia eterna (El reino de los cielos se alcanza a viva fuerza y los que la hacen lo arrebatan (Mt XI, 12).).

La perfección del reino –el juicio definitivo de salvación o de condenación– no se dará en la tierra. Ahora el reino es como una siembra (Cfr. Mt XIII, 24.), como el crecimiento del grano de mostaza (Cfr. Mt XIII, 31.); su fin será como la pesca con la red barredera, de la que traída a la arena–serán extraídos, para suertes distintas, los que obraron la justicia y los que ejecutaron la iniquidad (Cfr. Mt XIII, 47.). Pero, mientras vivimos aquí, el reino se asemeja a la levadura que cogió una mujer y la mezcló con tres celemines de harina, hasta que toda la masa quedó fermentada (Cfr. Mt XIII, 33.).

Quien entiende el reino que Cristo propone, advierte que vale la pena jugarse todo por conseguirlo: es la perla que el mercader adquiere a costa de vender lo que posee, es el tesoro hallado en el campo (Cfr. Mt XIII, 44 y 45.). El reino de los cielos es una conquista difícil: nadie está seguro de alcanzarlo (Cfr. Mt XXI, 43; VIII, 12.), pero el clamor humilde del hombre arrepentido logra que se abran sus puertas de par en par. Uno de los ladrones que fueron crucificados con Jesús le suplica: Señor, acuérdate de mí cuando hayas llegado a tu reino. Y Jesús le respondió: en verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso (Lc XXIII, 42.).

El reino en el alma

¡Qué grande eres Señor y Dios nuestro! Tú eres el que pones en nuestra vida el sentido sobrenatural y la eficacia divina. Tú eres la causa de que, por amor de tu Hijo, con todas las fuerzas de nuestro ser, con el alma y con el cuerpo podamos repetir: oportet illum regnare!, mientras resuena la copla de nuestra debilidad, porque sabes que somos criaturas –¡y qué criaturas!– hechas de barro, no sólo en los pies (Cfr. Dan II, 33.). también en el corazón y en la cabeza. A lo divino, vibraremos exclusivamente por ti.

Cristo debe reinar, antes que nada, en nuestra alma. Pero qué responderíamos, si El preguntase: tú, ¿cómo me dejas reinar en ti? Yo le contestaría que, para que El reine en mí, necesito su gracia abundante: únicamente así hasta el último latido, hasta la última respiración, hasta la mirada menos intensa, hasta la palabra más corriente, hasta la sensación más elemental se traducirán en un hosanna a mi Cristo Rey.

Si pretendemos que Cristo reine, hemos de ser coherentes: comenzar por entregarle nuestro corazón. Si no lo hiciésemos, hablar del reinado de Cristo sería vocerío sin sustancia cristiana, manifestación exterior de una fe que no existiría, utilización fraudulenta del nombre de Dios para las componendas humanas.

Si la condición para que Jesús reinase en mi alma, en tu alma, fuese contar previamente en nosotros con un lugar perfecto, tendríamos razón para desesperarnos. Pero no temas, hija de Sión: mira a tu Rey, que viene sentado sobre un borrico (Ioh XII, 15.). ¿Lo veis? Jesús se contenta con un pobre animal, por trono. No sé a vosotros; pero a mí no me humilla reconocerme, a los ojos del Señor, como jumento: como un borriquito soy yo delante de ti; pero estaré siempre a tu lado, porque tú me has tomado de tu diestra (Ps LXXII, 23.), tú me llevas por el ronzal.

Pensad en las características de un asno, ahora que van quedando tan pocos. No en el burro viejo y terco, rencoroso, que se venga con una coz traicionera, sino en el pollino joven: las orejas estiradas como antenas, austero en la comida, duro en el trabajo, con el trote decidido y alegre. Hay cientos de animales más hermosos, más hábiles y más crueles. Pero Cristo se fijó en él, para presentarse como rey ante el pueblo que lo aclamaba. Porque Jesús no sabe qué hacer con la astucia calculadora, con la crueldad de corazones fríos, con la hermosura vistosa pero hueca. Nuestro Señor estima la alegría de un corazón mozo, el paso sencillo, la voz sin falsete, los ojos limpios, el oído atento a su palabra de cariño. Así reina en el alma.

Reinar sirviendo

Si dejamos que Cristo reine en nuestra alma, no nos convertiremos en dominadores, seremos servidores de todos los hombres. Servicio. ¡Cómo me gusta esta palabra! Servir a mi Rey y, por El, a todos los que han sido redimidos con su sangre. ¡Si los cristianos supiésemos servir! Vamos a confiar al Señor nuestra decisión de aprender a realizar esta tarea de servicio, porque sólo sirviendo podremos conocer y amar a Cristo, y darlo a conocer y lograr que otros más lo amen.

¿Cómo lo mostraremos a las almas? Con el ejemplo: que seamos testimonio suyo, con nuestra voluntaria servidumbre a Jesucristo, en todas nuestras actividades, porque es el Señor de todas las realidades de nuestra vida, porque es la única y la última razón de nuestra existencia. Después, cuando hayamos prestado ese testimonio del ejemplo, seremos capaces de instruir con la palabra, con la doctrina. Así obró Cristo: coepit facere et docere (Act I, 1.), primero enseñó con obras, luego con su predicación divina.

Servir a los demás, por Cristo, exige ser muy humanos. Si nuestra vida es deshumana, Dios no edificará nada en ella, porque ordinariamente no construye sobre el desorden, sobre el egoísmo, sobre la prepotencia. Hemos de disculpar a todos, hemos de perdonar a todos. No diremos que lo injusto es justo, que la ofensa a Dios no es ofensa a Dios, que lo malo es bueno. Pero, ante el mal, no contestaremos con otro mal, sino con la doctrina clara y con la acción buena: ahogando el mal en abundancia de bien (Cfr. Rom XII, 21.). Así Cristo reinará en nuestra alma, y en las almas de los que nos rodean.

Intentan algunos construir la paz en el mundo, sin poner amor de Dios en sus propios corazones, sin servir por amor de Dios a las criaturas. ¿Cómo será posible efectuar, de ese modo, una misión de paz? La paz de Cristo es la del reino de Cristo; y el reino de nuestro Señor ha de cimentarse en el deseo de santidad, en la disposición humilde para recibir la gracia, en una esforzada acción de justicia, en un divino derroche de amor.

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