domingo, 4 de septiembre de 2011

La corrección fraterna

Mateo, 18, 15-20


En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un pagano o un publicano. Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo. Os aseguro, además, que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo. Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.


Meditación

La corrección fraterna es una obra de misericordia. Ninguno de vosotros se ve bien a sí mismo, ve bien sus faltas. Es un acto de amor, para ser complemento el uno del otro, para ayudar a verse mejor, a corregirse. Justamente una de las funciones de la colegialidad es aquella de ayudarnos, en el sentido también del imperativo precedente, de conocer las lagunas que nosotros mismos no queremos ver –“ab occultis meis munda me” dice el Salmo– de ayudarnos para que estemos abiertos y podamos ver estas cosas.

Naturalmente, esta gran obra de misericordia, ayudarnos los unos a los otros para que cada uno pueda realmente encontrar la propia integridad, la propia funcionalidad como instrumento de Dios, exige mucha humildad y amor. Sólo si proviene de un corazón humilde que no se pone sobre el otro, no se considera mejor que el otro, sino solamente humilde instrumento para ayudarse recíprocamente.

Sólo si se siente esta profunda y verdadera humildad, si se siente que estas palabras vienen del amor común, del afecto colegial en el cual queremos servir juntos a Dios, podemos en este sentido ayudarnos con un gran acto de amor. También aquí el texto griego aumenta cierto matiz, la palabra griega es “paracaleisthe”; es la misa raíz de la que viene la palabra “Paracletos, paraclesis”, consolar.

No sólo corregir, sino también consolar, compartir los sufrimientos del otro, ayudarlo en las dificultades. Y también esto me parece un gran acto de verdadero afecto colegial. En las tantas situaciones difíciles que nacen hoy en nuestra pastoral, alguno se encuentra realmente un poco desesperado, no ve cómo puede salir adelante. En aquel momento tiene necesidad de consuelo, tiene la necesidad de que alguien esté con él en su soledad interior y realice la obra del Espíritu Santo, el Consolador: Aquella de dar aliento, de llevarnos juntos, de apoyarnos mutuamente, ayudados por el Espíritu Santo mismo que es el Gran Paráclito, el Consolador, nuestro Abogado que nos ayuda. Por lo tanto, es una invitación a hacer de nosotros mismos “ad invicem” la obra del Espíritu Santo Paráclito. (SS Benedicto XVI XI Sínodo de Obispos sobre la Eucaristía)


Reflexión


Nos dice nuestro Señor que “si un hermano peca –o sea, falla en cualquier cosa de moral o dignidad en su comportamiento– repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, habrás salvado a tu hermano”. Con esto nos está diciendo el Señor que la corrección es un bien y un servicio que se hace al prójimo. Pero aquí también hay reglas del juego, y hemos de tenerlas muy en cuenta para practicar cristianamente estos consejos de nuestro Señor. Veamos algunas de ellas.

La primera es que, antes de corregir a los propios hijos o a nuestros educandos, debemos estar muy atentos nosotros para no faltar o equivocarnos en aquello mismo que corregimos a los demás; y, por tanto, el que corrige –ya se trate de un maestro, de un educador y, con mayor razón, de un padre o madre de familia– debe hacerlo primero con el propio testimonio de vida y ejemplo de virtud, y después también podrá hacerlo con la palabra y el consejo. Nunca mejor que en estas circunstancias hemos de tener presente el sabio proverbio popular de que “las palabras mueven, pero el ejemplo arrastra”. Las personas –sobre todo los niños, los adolescentes y los jóvenes– se dejan persuadir con mayor facilidad cuando ven un buen ejemplo que cuando escuchan una palabra de corrección o una llamada al orden.

La segunda regla es que, al corregir, hemos de ser muy benévolos y respetuosos con las personas, sin humillarlas ni abochornarlas jamás, y mucho menos en público. ¡Cuántas veces un joven llega a sufrir graves lesiones en su psicología y afectividad por una educación errada! Y es un hecho que muchos hombres han quedado marcados con graves complejos, nunca superados, a causa de las humillaciones y atropellos que sufrieron en su infancia por parte de quienes ejercían la autoridad. Y no digo yo que no hay que corregir a los niños –dizque para no traumarlos, pero sí que hay formas y formas.

Petición

Señor, te pedimos que al corregir, procuremos usar una gran bondad, mansedumbre y miramiento, y de un hondo sentido de la justicia y la equidad.

Si somos corregidos alguna vez –pues también nosotros estamos sometidos a autoridad–, no nos rebelemos ni tomemos a mal la corrección, sino con buen ánimo, con humildad y sencillez, según Tus palabras: "Hijo mío, no menosprecies la corrección del Señor y no te abatas cuando seas por Él reprendido; porque el Señor reprende a los que ama, y castiga a todo el que por hijo acoge" (Hb 12, 5-6; Prov 3, 11-12).

Te pedimos para que sepamos dar una educación auténticamente cristiana a nuestros hijos y a los niños y jóvenes confiados a nuestro cuidado.



Tomado de catholic.net el 4 de septiembre de 2011



-- Desde Mi iPad